A mí me mataron la ilusión bien chiquito. Nunca me compraron la batería que quería, ni me llevaron a Disneylandia, ni me prestaron el carro de la casa. Suena a poco, pero es porque los adultos solemos minimizar los problemas de los niños. Y no se despiste, porque para un niño, que lo deje el bus del colegio es tan grave como para un adulto perder la casa. Los dos miedos son legítimos porque en ambos casos se siente como si el mundo se cayera.
No haber obtenido durante mi infancia las cosas que deseaba hizo que ahora de adulto sea un resentido que se alegra con la desgracia ajena. Cada vez que usted sufre por bobadas como que su equipo de fútbol perdió una final, yo gozo. Me da más felicidad su amargura que mi propia alegría porque ya estoy muy viejo para empezar a ser feliz.
A mí me rompieron el corazón de niño, y en mi casa, que es lo que más duele. Desde los diez años me despertaba a ver el Tour de Francia y apenas mis piernas pudieron alcanzar los pedales me obsesioné con una bicicleta de carreras. Me inscribía en competencias del colegio pese a tener una bicicleta de cross y, claro, siempre quedaba de último porque no estaba hecha para ser rápida sino para saltar rampas en destapado. Yo esperaba que mi padre se conmoviera con mi situación, que viera mi empeño en volverme en el Luis Herrera costeño y me diera esa bicicleta de carreras; nunca pasó.
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