Una amiga me cuenta vía chat sobre su última decepción amorosa. Yo, que la conozco bien, le pregunto qué le pasa, porque la noto realmente mal. Es como si se estuviera auto-saboteando, pienso, no en vano lleva, le calculo, 30 de sus 37 años de vida con el corazón roto. “Yo no voy a parar hasta enamorarme de verdad”, me contesta.
Pues eso, que no va a parar hasta acabarse aún sabiendo que a los hombres de su vida los ha escogido mal a propósito. A todos, menos a su padre porque no tuvo la oportunidad de elegirlo. Ya sea por lo que les dieron o por lo que no, las mujeres suelen buscar a su padre en otros hombres.
Mi amiga se está auto-saboteando, y auto-sabotearse no es otra cosa que un placebo para no suicidarse. El suicidio es bueno, funciona, debería ser visto como un descanso y no como una tragedia. El suicidio es también una venganza, porque la muerte es el único abandono y la única mudanza. Uno puede cambiar de casa mil veces, pero morir es la única manera de trastearse de verdad y para siempre a otro vecindario. Volviendo a lo de auto-sabotearse, todos lo hacemos, pero en especial las mujeres, no en vano son más propensas a sufrir de depresión que nosotros.
En el amor funcionan más o menos así: miran el menú de hombres y escogen al que saben que no va a funcionar para poder decir que lo intentaron y preguntarse luego por qué a ellas les tocan siempre esos cafres. Pero ellas lo saben, tienen claro que van saltando de hijueputa en hijueputa porque han aprendido a reconocer a uno a kilómetros. Y saben también que no es les toque sino que así lo buscan. No se cansan de probarnos y probarse si son capaces de cambiarnos. Ellas, proveedoras de amor, bondad y otras virtudes, esperan contagiarnos con el ejemplo y hacer un hombre digno de esa piltrafa en la que se fijaron. Entre más buscan la felicidad y fallan, más tristes quedan. Las mujeres son cactus, enredadas, llenas de espinas, y nadie sale bien librado después de lidiar con un cactus.
Lea la entrada completa aquí